Han pasado ya unas horas desde que cayera el muro y todavía estoy tratando de asimilarlo. Quiero decir, no es que The Wall sea mi disco favorito de todos los tiempos ni Pink Floyd la banda de mi vida, pero... en serio, hay que quitarse el sombrero ante la tenaz genialidad del señor Waters. Él solito ha conseguido reconstruir su propia leyenda, dinamitada -de un modo u otro- a lo largo de las últimas décadas, para situarla en el lugar que se merecía. Olvidémonos de antiguas rencillas y estúpidas exhibiciones de ego y quedémonos con lo que realmente importa: esto es arte. Y del grande.
Mitad concierto de rock, mitad representación teatral, la traslación 2.0 del, sin lugar a dudas, mayor y mejor álbum conceptual de la Historia, es uno de los más brillantes espectáculos que uno puede tirarse a la cara hoy en día. Todo encaja, como piezas de puzzle o ladrillos en una gigantesca pared: luces, fuegos artificiales, parafernalia surrealista, proyecciones con mensaje, una acústica rotunda y perfecta... un envoltorio artístico monumental, con producción cuidada y milimetrada al detalle que no serviría de nada sin unos cimientos tan sólidos como los que los Floyd construyeran a finales del '79. ¿Cómo puede salir mal un show que se apoya en piezas tan imprescindibles y emocionantes como «In The Flesh», «Goodbye Blue Sky», «Mother», «Empty Spaces» o la irresistible «Comfortably Numb»? Pues eso. Tanto los que conocemos al dedillo el disco de marras como los curiosos que asistieron al evento para escuchar la popular "canción de los colegiales" nos sumergimos por igual en una propuesta argumental sin parangón. Un concepto tan sencillo como todavía vigente en su particular mensaje que convence a propios y extraños y que, con tres décadas por delante, ha actualizado convenientemente sus premisas iniciales (la reencarnación de «Mother» en un Gran Hermano estatal siempre opresivo y vigilante o las referencias a Iraq en la primera sección de «Another Brick In The Wall» serían dos de sus más claros ejemplos).
Rodeado de una banda de lo más competente -entre sus músicos, el histórico Snowy White-, el simpático bajista se lo pasó en grande recreando su más mítica criatura. Disfrutó y nos hizo disfrutar con una exquisita -y brutal- comunión entre música, arengas de revolución anímica y turbia moralina de pesadilla. Y al final de la velada, como no, derrumbó toda duda posible: treinta y dos años después, Roger Waters ha dado a su hijo (ese The Wall que siempre definió como suyo) el homenaje definitivo. Sintámonos afortunados de haber estado ahí.